El
tipo se aferraba a la barra como al último tablón del Titanic.
Llevaba horas ahí, lo que no importaba demasiado en el Bar de la
Última: todos parecían brotados allí. Si alguien sacara una
fotografía y volviera al otro día lo encontraría casi igual, acaso
algún detalle, como ver un árbol día tras otro, hoja más o menos,
bicho más o menos caminando la corteza.
Pero
el tipo en cuestión era poeta, y ya un poeta sobrio es demasiado,
así que al dueño del bar un poeta borracho en su barra empezaba a
molestarlo un poco. Sobre todo por los pedidos.
-Sírvame
otro blues -pidió, levantando un dedo como para aclarar que pedía
uno, no dos o cuatro.
-¿No
cree que ya ha tenido bastante? -contestó el bolichero, en una
pregunta que tenía más de afirmación que otra cosa. No quería
cargar poetas al cerrar (sí, cada tanto el bar cerraba).
El
tipoeta se afirmó con ambas manos en el estaño de la barra como si
fuera un gimnasta haciendo una prueba en el potro a punto de levantar
los pies por encima de la cabeza, pero el gesto no terminó de
parecerse fugazmente, porque puso los pies en el suelo, despegó el
traste del asiento como si separara un ladrillo de la pared, y puso
un billete de bajo valor atrapado en el vaso.
Trastabillando,
llegó haciendo rimas asonantes a la puerta y soltó una oda con
reverencia a una mujer que inadvertidamente pasaba frente a la puerta
del antro.
Se
perdió en la noche mientras se apagaban sus versos.
Uno
de los clientes entonces pareció cobrar vida. Aplastó un pucho
apagado hacía rato en un cenicero de lata con nombre de vermouth, se
acercó al bolichero que todavía miraba desconfiado la puerta, como
si temiera el retorno del vate, y, curioso, le preguntó.
-¿Oí
mal o te pidió un blues?
-Oíste
bien -respondió el bolichero, que jugaba a ser barman frotando un
vaso limpio y ya seco con un repasador blanco-, pidió un blues. El
problema no es ese. Si hubiera estado tomando el viejo King no hay
problema, o un Stevie Ray, pero el muy tacaño pidió un blues
berreta.
Arrimó
la botella y el otro se separó, como por instinto. Un ruido
incierto, como un eco, sobrevoló la barra como una amenaza.
-Ah,
es lo que tienen los poetas -dijo el cliente que se tanteaba los
bolsillos de la camisa buscando cigarrillos.
El
bolichero, tal vez reafirmando sus palabras, destapó una botella de
B.B. King Old Special y se sirvió una medida generosa, permitiéndose
un lujo que rara vez sucedía. La melodía invadió el bar. Otro
cliente pensó en pedir que mandara la vuelta, pero se contuvo, y
apuró su valsesito criollo, modesto pero alegre.
Afuera
la luna recibía unos versos lejanos de poeta triste y enamorado.
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