Esta historia
comenzó hace mucho tiempo, tanto que la Tierra era joven entonces y
muy distinta que como la conocemos ahora. Donde hoy llueve, en ese
tiempo no se conocía el agua; donde había océanos profundos, ahora
hay pletóricas praderas; las montañas antaño altivas ahora son
suaves colinas... y ya habrán entendido, si vieran un retrato de esa
Tierra, no la reconocerían.
En esos días las
primeras mujeres y los primeros hombres celebraban la primera
cosecha, y tanta alegría les causó ver en sus manos el fruto de su
trabajo que olvidaron que también era el fruto de la tierra.
Bebieron y se embriagaron, se llamaron a sí mismos creadores y
durmieron profundamente. La Tierra, como era joven, se ofendió
muchísimo por este olvido y decidió vengarse: no dejaría que
despertasen. Y el tiempo pasó, se sucedieron lunas y soles y no
despertaron los insolentes altivos, las desagradecidas criaturas.
Pero tampoco los tocó el transcurrir, no envejecieron en esa larga
siesta.
Llegaron y se fueron especies, unos continentes surgieron de las profundidades y otros se sumergieron en ellas, otros viajaron como barcos a la deriva para chocar entre sí y levantar montañas como manos que se elevan al cielo suplicantes. Hasta que los durmientes despertaron y se encontraron solos. No podían reconocer nada, no podían recordar nada. Sólo sabían que ese no era su hogar. Empezaron a buscar explicaciones a lo sucedido, pero no lograban ponerse de acuerdo en nada. Algunos tejieron relatos muy detallados y llegaron a creer en ellos como una verdad contada por alguien que vio todo, pero otros discutían esos relatos porque creían que los suyos eran mejores. Solo fueron unánimes en algo: estaban perdidos y había que salir a buscar su hogar, allí donde eran felices. Pero no sabían en qué dirección partir ni cómo llegar.
Llegaron y se fueron especies, unos continentes surgieron de las profundidades y otros se sumergieron en ellas, otros viajaron como barcos a la deriva para chocar entre sí y levantar montañas como manos que se elevan al cielo suplicantes. Hasta que los durmientes despertaron y se encontraron solos. No podían reconocer nada, no podían recordar nada. Sólo sabían que ese no era su hogar. Empezaron a buscar explicaciones a lo sucedido, pero no lograban ponerse de acuerdo en nada. Algunos tejieron relatos muy detallados y llegaron a creer en ellos como una verdad contada por alguien que vio todo, pero otros discutían esos relatos porque creían que los suyos eran mejores. Solo fueron unánimes en algo: estaban perdidos y había que salir a buscar su hogar, allí donde eran felices. Pero no sabían en qué dirección partir ni cómo llegar.
Un puñado de
intrépidos, sin hablar entre sí, decidió abrir senderos. Partieron
en diversas direcciones, cada uno con su paso, observados en silencio
por una multitud cuyo miedo inmovilizaba sus pies y sellaba sus
labios.
Cuando ya no se vio
la sombra de los caminantes, los que quedaron empezaron a discutir
cuál camino era el mejor. Alguien incluso llegó más lejos y
aseguró que tal camino era el único verdadero y todos los demás
eran falsos. La discusión subió de tono y comenzó la violencia
sobre la tierra. La sangre regó la siembra.
Desde entonces, mujeres y hombres vagan, alejándose de su hogar, multiplicándose, cambiando su exterior, con la vieja costumbre de no agradecer. Siempre hay quien asegura que su camino es el único verdadero, y otro que dice que no, que podrá ser correcto, pero que hay uno mejor.
Desde entonces, mujeres y hombres vagan, alejándose de su hogar, multiplicándose, cambiando su exterior, con la vieja costumbre de no agradecer. Siempre hay quien asegura que su camino es el único verdadero, y otro que dice que no, que podrá ser correcto, pero que hay uno mejor.
Hay quien dice que
los pioneros descubrieron, cada uno a su manera, que su hogar era
aquel principio del viaje y que lo necesario era el camino para
descubrirlo. Pero nadie escuchó.