El que hable del pueblo
como si existiera tal cosa
es un hipócrita o un iluso.
El pueblo es un delirio militante.
Está lleno de seres que nada tienen en común,
como el torturador jubilado
o la mujer asesinada por quien juró amarla.
El que me hable del pueblo
como si fuera único,
como si fuera yo,
miente, porque no conoce
que pasa por la cabeza
del tipo que apunta un arma
a un hombre que trabaja en la calle.
No sabe en qué piensa
el hambre del hombre desocupado,
el hombre sin hambre que cree entender.
El pueblo de los discursos
nada tiene que ver con el labrador
que perdió todo en una mala cosecha.
El pueblo es una máscara hueca
que ignora el llanto de una niña violada,
la risa de un niño que descubre el mundo,
los callos como fiordos
de una mujer repentinamente vieja
por lavar pisos ajenos.
El pueblo no sabe del suicida,
desconoce al loco,
no tiene idea de los lunes
apretados en un ómnibus
que traslada vida muerta.
El mercenario de la mala política
me habla del bolsillo del pueblo,
y justifica con eso el despido de maestros.
De ese pueblo reniego.
Mi pueblo
no tiene bolsillos.
Tiene muchos nombres y verbos,
y se lame su dolor múltiple
como demonios que gritan
sus cuerpos mutilados.