Heracles despertó de su siesta
milenaria. Desconoció su tierra, donde ya no son bienvenidos los
extranjeros. Quiso encontrar el por qué, y supo que habían matado a
los antiguos dioses, que ahora un dios extraño gobernaba sobre todo.
Recorrió las tierras bárbaras y halló el mismo culto a ese dios
egoísta.
Cuando ya no soportó tanta desidia,
tanta indiferencia, tanta impía hibris, comenzó su decimotercer
trabajo, aquel que nadie le encargó: buscaría al dios invasor en su
templo, lo desafiaría y lo expulsaría de la tierra.
Atravesó la puerta donde cimentó sus
columnas, cruzó el Océano, y al llegar a la tierra donde el Invasor
tenía su casa, lo buscó. Tuvo que enfrentarse a tres viejas
conocidas, guerreras de muchas eras; ellas eran Furia, Brutalidad, e
Ignorancia. Pudo vencerlas luego de mucho guerrear: la primera, con
serena espera, la segunda con arte; pero a la tercera costó mucho
trabajo dominarla, su cuero era aún más duro que el del león de
Nemea.
Pero cuando llegó el combate singular, nada pudo hacer el
viejo héroe. El dios Mercado lo abatió con facilidad, estaba
acostumbrado a derrotar héroes solitarios. Esconde con celo el
secreto de su debilidad: lo mata que se dude de su eficacia, de su
omnipotencia. Sólo dejando de creer dejará de existir; así de
fácil, así de difícil.
Hoy el túmulo del antiguo héroe se
alza como advertencia, pero también como profecía. Depende del
próximo retador saber leerlo.
(imagen tomada de http://decamino-ginesumbrete.blogspot.com/2012_11_01_archive.html )