Seguramente no
dormiste,
o te costó
enormemente.
Entonces llegás al
liceo pateando los ojos
como si fueran
piedritas.
Hoy es el día,
pensás
y enseguida sabés
que pensás algo obvio.
Para ese día no te
prepara nadie.
Te dan consejos,
claro.
Te dan aliento,
claro.
Pero nadie te puede
prevenir
acerca de lo que
crece el mundo
cuando te dicen
“la clase es
tuya”.
Veinte,
treinta,
cuarenta pares de
ojos se clavan en tu persona.
Y vos arrancás con
dudas, con miedo.
La lengua es una
roca caliza
y las manos son de
papel.
De repente pasa
algo,
imperceptible
sutil como una
mariposa en un museo,
algo que te hace
sentir bien.
Entonces la clase
fluye.
No sabés hacia
donde, pero fluye.
La planificación
previa era un mapa perfecto,
pero encontrás el
tesoro en otra playa.
Cuando estás
terminando
alguien
que recordarás toda
la vida,
te dice profe.
Y sabrás para
siempre que lo tuyo es eso.
Ser docente.