pugnan en mi pecho
ejércitos de oscuras voces,
sacuden la brillante bruma
aladas sierpes, reptantes ángeles
y hermosos demonios de terrible faz.
Sobre mí, las sonrisas
más sublimes y sombrías,
ambos jugadores -siempre
son dos, querido ciego-
agitan sus espectrales hijos.
Y yo no soy testigo ni peón,
sólo soy arena, erial,
escenario mudo y torpe
de la cíclica partida,
blanco y negro tablero
que será olvidado
con la victoria de uno,
con mi segura derrota.