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jueves, 14 de mayo de 2015

Boys don't cry

I try to laugh about it
Hiding the tears in my eyes
Because boys don't cry
Boys don't cry
The Cure.


Mi viejo jamás me dijo que los hombres no lloran,
nunca hubiera dicho semejante burrada.
Él me enseñó a llorar para adentro,
a bancármela callado y levantarme.
Me enseñó a doblar el lomo por la casa
y no agachar la cabeza ante nadie.
Aprendí a ser hombre sin palabras,
viendo partir sus manos por el pan de la familia.
Los rituales tienen sentido cuando dicen
como el puño rebelde que se alza
y jamás se baja hacia los suyos.
Mi viejo rara vez hablaba orgullo
lo decía con los ojos y con las manos.
Imagino ese verdor encendido
todavía hoy vivo en su sangre.

Mi madre es de esa gente que no alza la voz
pero dice tan fuerte como mil enciclopedias.
Está siempre, en todos lados.
No recuerdo una parada difícil sin ella.
Me enseñó respeto hacia todos
empezando por mí mismo.
Lee mis poemas como si fueran joyas literarias
y me hace sentir el mayor de los poetas.
Es fácil escribir su cercanía,
su mano mágica en la cocina
su honor, su libertad.
Somos lo que somos por mi madre:
aprendimos a arremangarnos con ella,
a ser solidarios hasta las últimas,
a confiar en el otro hasta la vida.
Jamás me dijo que los hombres no lloran,
nunca hubiera dicho semejante burrada.

El amor es ver lo que mis viejos hicieron con nosotros.
Es jamás haberse sentido pobre aún en la más puta miseria.

Es mucho más que días rojos en el calendario.
Por eso el aparente retraso de este poema.


miércoles, 13 de mayo de 2015

Por qué soy hincha de Wanderers

La respuesta fácil es la pasión. También es cierta, pero se queda muy corta. Uno se hace hincha de un cuadro por afinidad emocional con cosas que te vinculan: porque es del barrio, porque los padres lo llevaban de chiquito, porque de ese cuadro era tal tío que te traía camisetas. De cumplirse todo eso tendría que ser de Nacional, club por el que siento muchísimo cariño. Pero no.
Soy un hijo de la dictadura, nací seis años antes que se diera el inevitable, doloroso, esperado y traidor golpe de estado del setenta y tres. Eso te marca, por supuesto, de muchísimas formas; en mi caso fue con exilio de toda la familia. Me crié lejos del barrio, no recuerdo si mis viejos llegaron a llevarme alguna vez a la cancha, aunque dicen que sí. Así que lo afectivo con el fútbol criollo no me ligaba a ningún club en particular, pero de chiquito la celeste de Uruguay era una marca de identidad a la que me aferraba como a un salvavidas; ver jugar a la Celeste en el mundial juvenil de Japón, por ejemplo, fue una experiencia de orgullo, de tener algo que era mío ante el bulling (acoso que no tenía nombre) en un país que a veces te hacía sentir extranjero, incluso a los once años.
Cuando retornamos al país empecé a ver fútbol con camisetas locales. Y de nuevo hubo algo afectivo pero extraño que me salvó. Era un desexiliado, era un extraño en mi ciudad, de alguna manera me quería integrar pero necesitaba a la vez diferenciarme. Ser hincha de un cuadro, para muchos intelectuales, es casi renunciar al costado racional que tenemos, es entregarse a la barbarie (si uno sólo tiene noticias de los aspectos morbosos de las hinchadas, esto tiene sentido). Entonces, ¿cómo es que uno puede elegir ser hincha de un club? Creo que en mi caso fue así. Creo, digo, porque no estoy del todo seguro si yo elegí a Wanderers o Wanderers me eligió a mí (la segunda parte de la proposición me da demasiada importancia y admito que suena muy raro, pero esperen).
Uno empieza a mirar fútbol y de a poco se va haciendo una imagen del espíritu de un cuadro. Luchador, elegante, rebelde, ganador, prepotente, masivo. Hay muchas cosas que te dice una camiseta que uno puede ver si mira con atención; y a veces uno las incorpora en esas zonas de difícil acceso pero que te mueven. Wanderers para mí fue la intimidad, la identidad, el coraje, la rebeldía. Era fácil seguir en la tradición de cuadro grande: el cuadro grande no pide nada de uno. Pero ir a ver jugar un cuadro chico me pedía lo que yo necesitaba. Lo que necesito.
Hace muchos años que soy hincha de Wanderers, tantos que todo lo que acabo de escribir lo tengo en un cajón de la memoria. Tuve que revolver mucho para poder poner en palabras mucho de lo escrito más arriba. Y cuando voy a la cancha esas cosas parecen tan obvias que es casi un despropósito decirlas. Me siento bien viendo a Wanderers. Me siento bohemio desde la cuna y sufro como loco y es un lindo sufrimiento. Voy, miro, respeto y ahí es donde tiene sentido cuando decía, ¿se acuerda?, de eso que el bohemio me eligió a mí. Porque el hincha de Wanderers es así. Respeta, alienta, se identifica a muerte con esos colores. No importan los campeonatos, que los tiene y es hermoso ganarlos. Importa la identidad. Importa el respeto a los jugadores -el que le grita algo ofensivo a los jugadores que visten la blanca y negra a rayas no es de Wanderers, no merece llamarse bohemio-, importa sentarse ahí en el Viera y cagarse de frío en pleno invierno a tres metros de la cancha y disfrutar con una moña del Chapa, con un cabezazo del Chifle, con un conejo de la galera del Mago Santos o gritar un gol de campeonato abrazados con el Max13 alambrado de por medio.
Porque los hinchas de Wanderers somos así. Bohemios, alentadores, a veces pesimistas, a veces optimistas hasta el absurdo. Somos parte de ese club tan raro, tan porfiado que nació a contramano del mundo, trotamundos, locos lindos. Tenía razón el gringo: somos unos wanderers.

  


martes, 28 de abril de 2015

Han matado el mañana

crece desde el pueblo el futuro
Alfredo Zitarrosa

Han matado el mañana.
Lo arrancaron de nuestras manos
dejándonos como bandera
el vacío y la estupidez.
Han instaurado el hoy perpetuo,
hueco como una calabaza de plástico
en una fiesta trasplantada y transgénica,
este hoy que no termina
es una cirugía que miente vida.

Han matado nuestro anacrónico mañana
para no buscar repuestos,
y llenaron nuestras manos de aparatos
que no besan el viento.
Transitamos sin destino
el estúpido vacío
en un hoy sin ternura.

Desterraron el error por puro miedo,
crear es una osadía imperdonable
y saber es un pecado
en esta ciudad de luces frías
esta ciudad
sin ciudadanos.

Han proscrito la palabra futuro
y se ha reciclado la vieja retórica
con nuevos eufemismos;
el lenguaje es una máquina de mentir
y pensar es un pasatiempo
cuyo tiempo ya pasó.
En este desordenado orden impuesto
la poesía es un artefacto
de instantes superfluos.

¿Y entonces qué?
Sobrevivir al absurdo,
gritarle al cuervo “nunca más”,
fabricar signos nuevos
con paciencia de artesano.
Restituir el valor de la palabra
y darle vida.

Cuando no hay mañana hay que hacerlo,
no se puede comprar esperanza
en la feria de viejas promesas,
se construye de barro,
como hace el hornero con su nido.


jueves, 23 de abril de 2015

Zapatos

Mis zapatos tienen un kilometraje de taxi viejo,
han perdido brillo y belleza
como los ojos de un cínico.
Hace unos días mis zapatos me subieron a un ómnibus
-no los culpo, es difícil soportarme-
y al final descansaron cuando me senté
en los asientos de triste nombre.
Frente a ellos,
coquetos,
blancos calzados deportivos
sostenían a una tenista.
Subió un trabajador y se paró en la plataforma
sus zapatos de puntera de acero
tenían manchas de cal.
Entonces reparé en el polvo de ladrillo
que coronaba los championes
de la muchacha.
Somos la prolongación
de nuestros zapatos,
pensé,
o pensaron mis zapatos viejos.
Al fin y al cabo,
ya no nos distingo.


lunes, 13 de abril de 2015

Chau, Eduardo.

Chau, Eduardo.
Contigo se va un penúltimo chau a mi viejo.
Al mundo y al micromundo que compartían.
Ambos me enseñaron que el segundo que corre
era más importante que el segundo que duerme
sin soñar.
Chau, Eduardo.
Te imagino dibujando chanchitos en las nubes,
preguntando donde para Obdulio,
poniendo vagamundo como profesión
en el último pasaporte.
Chau, Gius.
Si ves a mi viejo por ahí,
contale de su nieta,
hablale del último gol de Suárez,
decile de mi parte que Piriápolis está preciosa.
Chau, Eduardo,
que es decir,
hasta luego.




lunes, 6 de abril de 2015

Soy

¿Quién soy? Me pregunto,
demasiado tarde para ser temprano.
A esta hora debería ser un ciudadano
sin preguntas, sin asunto,
camino al deber. Porque debo
los impuestos y la vida,
pero no sé quien soy y la ida
se hace pena. Entonces bebo
unos mates y en el espejo
busco respuesta. El barba
me mira y sonríe. Escarba
sus ojos el plano reflejo
de mi cara. No tiene respuesta.
La cédula dice mi nombre
oficial, el apellido del hombre
que me enseñó a reír. Puesta
la identidad en cartón con sello
sigo buscando en mis cosas
lo que tengan de mí. Rabiosas
voces callan en un destello
de silenciosa luz. Me llama
mi esposa y me regresa:
es un descubrimiento esa
voz que amo. Quien ama
podrá entenderme. Estoy
ubicado en el mundo. Soy.




viernes, 3 de abril de 2015

Escritor

(dedicado a Hugo Giovanetti Viola y a Eliana Lucián)


Le roba horas al sueño.
Escribe como si respirara por los dedos.
Teclea y tantea sin mirar un cigarrillo, una flor, un salvavidas.
Lo que pase más allá de la última página ya es otra historia.
Vive de escribir,
cobre o no por ello.
Cuida con frenesí de madre primeriza
la ortografía de cada línea,
la sintaxis exacta que su pericia dicta.

Merece el trato,
ni más ni menos,
que se confiere a un orfebre,
a un músico,
a un artista.
Otros serán nombres de pluma,
blanco de flashes,
letra de molde en lomos de best sellers,
corregidos hasta el cansancio
por esforzados editores.
El escritor,
el verdadero,
goza el antes,
la soledad inmensa de la poiesis.

La letra
con sangre sale.