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miércoles, 31 de agosto de 2011

Vapor

En el aire líquido de la madrugada
se dibuja el vapor
que sale de la boca del hombre
como un globito de historieta
sin palabras
pero dice
el hombre
en su vapor despalabrado
en el perfume caliente del mate
en su apretado viaje

Dice de su jornada de pan
de los sueños de gloria
cambiados por sueños de ladrillo
dice
que su espalda parirá
callos y zapatos escolares
mate amargo y sonrisas dulces
en la cena hogareña
cuando vuelvan a visitar
las estrellas el cielo.

lunes, 29 de agosto de 2011

libros y banderas

Los libros y las banderas
comparten igual destino:
tumbas abiertas de signos,
excusas para fronteras.
Usados como barreras
pudiendo bien ser camino:
doloroso desatino.
Habrá que ver la manera
de torcer ese timón
y usarlo con la razón.

Los libros paren en mentes
ideas que son motor,
contagian con su calor
a las banderas ardientes.
Pero los hombres conscientes
saben pesar el valor,
sacan verdad con amor
de los signos que pacientes
en libros duermen su espera
y honran con paz su bandera.

martes, 23 de agosto de 2011

Lluvia

Él se acercó por detrás, sigiloso. Ella aparentaba distracción, pero ambos sabían que era parte del juego. Él arrimo sus labios al oído de ella y susurró las palabras justas, las claves que abren la pasión. Un murmullo de pétalos se arremolinó en la brisa repentina de la mañana. Ella giró y lo besó sin aviso, y el beso fue recibido con la misma falsa sorpresa con la que llegaron las palabras. La mañana tuvo un brillo fugaz, repentino, esos brillos falsos que anuncian las tormentas. Entonces él la acarició, le tomó el rostro y devolvió el beso, intenso, rojo. Las nubes cubrieron de pronto el cielo.
Se abrazaron y la piel de ambos fue una sola, el contacto quemaba pero era un incendio buscado, querido. Tronó y el mundo tuvo miedo. Hubo millares de besos, caricias locas, amor táctil. Hasta que sucedió y fue eterno, fue un instante. La lluvia cubrió la tierra, fertilizándola, amándola, volviendo a ella.
Dios miró la escena complacido, mientras ellos volaban unidos por milenios hasta más allá de cualquier cielo. Pensó, y en ese pensamiento, como siempre, hizo: “los humanos, pequeños seres, no saben cómo es el amor de los ángeles. Quizás el menor de sus poetas lo imagine.”

Esto no es literatura

Seguramente el resto del blog tampoco lo sea, pero me refería específicamente a este artículo. No es literatura, es información (no da, ni tengo ganas, ni los conocimientos para establecer teóricamente los límites entre literatura e información).
Para empezar, a los amigos que entran, pido disculpas: hace muy poquito que me desasné de cómo permitir los comentarios. Ahora, si alguien desea agregarlos, va a ser bienvenido.

Segundo, una novedad: acaban de publicar un texto mío en la revista digital Mandala Literaria. El texto es Lluvia y será colgado en el blog. La dirección de la revista, para quien desee visitarla, es http://es.scribd.com/doc/62830075/Mandala-Literaria-No-20

sábado, 20 de agosto de 2011

Si componer yo pudiera...

Si componer yo pudiera
como hacía don Alfredo
milongas que meten miedo…
pero no puedo. Cualquiera
sabe que buena madera
no sale de cualquier palo;
para milonga soy malo,
no lo puedo remediar.
Y ni hablemos de cantar:
donde otro siembra yo talo.

A duras penas escribo
alguna décima pobre
sin que le falte o le sobre
-cuenten y pasen recibo-.
A gatas y con estribo
el potro puedo domar.
Como podría cantar
Milongas de don Alfredo,
si yo cuento con los dedos
él lograba enamorar.

viernes, 19 de agosto de 2011

poetas malditos

poetas malditos beben en bares
su furia de ajenjo y canela. putas
baratas les roban sus gemas brutas,
sus dulces penas, sus obras impares.

frágiles, cínicos, locos sin fin,
ácratas, pálidos, besan el mal.
sueñan tener un destino fatal,
incendian las flores de su jardín.

caminan descalzos por la tormenta,
sin amo ni rey ni redentor: pobres
poetas parias, no valen un cobre

sus sueños de trapo. pagan la cuenta
del bar sus amigos, pagan sus gritos
al cielo, pobres poetas malditos.

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miércoles, 17 de agosto de 2011

Defiende

Defiende del mundo la poesía.
Defiéndela del círculo pagano,
del sumo sacerdote, de las manos
manchadas del ladrón y el policía.

Defiéndela contra toda certeza,
no dejes que te impongan verdades.
mastica cuidadoso sus bondades.
Defiéndela también de tu cabeza.

Defiéndela de tropos y de rimas,
de formas perfectas y cuadradas,
de sueños románticos de las hadas.

Defiende tu canción de tu estima:
no seas de tus obras proxeneta.
defiéndela siempre de los poetas.

martes, 16 de agosto de 2011

Ausencias


Aquel tipo grandote
con manos de martillo
que se adentraban mágicamente en
mecanismos minúsculos
como relojes
computadoras
cerraduras
la imaginación de un hijo

aquellos amigos en playas interminables
fatigando plantas enrojecidas de arena
tras goles discutidos
-sigo sosteniendo que fue de la
chancleta para afuera-

aquellos amores
eternos como mariposas
lejanos como el diario de ayer

aquel gurí
pasmado ante el duende rosado y dulce
que lo miraba con solidario asombro fraternal
con ojos que te juro eran violetas

aquellos humos
sólidos como el rencor de un preso
siguen habitando mi memoria
tan permanentes
como su ausencia



martes, 9 de agosto de 2011

Cordero de Dios

Mi viejo tenía un talento raro. Degollaba corderos y lechones como nadie. Claro, ese no era su único talento, ni el más celebrado por la familia, considerando además que era una familia muy urbana y que mi viejo jamás vivió en el campo. Cómo adquirió ese talento (ya verán por qué me empeño en llamarlo así) no lo sé. Su trabajo era crear matrices en una metalúrgica, lo menos rural que a uno se le puede ocurrir. Asociado a su labor, desarrolló otro talento, este sí celebrado y admirado por todos: hacía maravillas con lo que fuera metálico. Si no hubiera sido obrero, lo habrían llamado artista, sin dudas. Recuerdo un tintero que me regaló, directamente de sus manos: era un nido y la tapa un hermoso pájaro de bronce. A mí me gustaba más que el Entrevero, sólo le faltaba cantar.

Volviendo al talento raro del principio, era muy útil en las fiestas. Claro que hablo de un tiempo ido, donde era cosa común que a la gente le vendieran o regalaran lechones y corderos vivos. En esos días se apreciaba como muy oportuno que alguien supiera matarlos y carnearlos, condición previa para poder asarlos y comerlos. Ahora cuesta creerlo, pero esas costillitas que uno compra empaquetadas y con precio en un supermercado, unos días u horas antes pastaban o se revolcaban. Mi viejo entonces era llamado a carnear bichos, como él decía, en fiestas familiares, o de vecinos o compañeros de trabajo. Gracias a estos convites la familia siempre comía bien en las fiestas, no pasaba una Navidad o Año Nuevo que no hubiera en la heladera una buena reserva de carne, aún en los años más duros.
Parte del talento de mi viejo consistía en lograr que el bicho sufriera lo menos posible, o que al menos no chillara demasiado, lo que en el caso de los lechones es todo un logro. Esto lo supimos más por mentas que por conocimiento directo, ya que casi nunca nos permitió acompañarlo. Hasta aquella Navidad, o en realidad, hasta aquel 23 de diciembre. Un compañero de trabajo le pidió ayuda a mi viejo, porque le habían regalado y quería asarlo, pero no se animba a sacrificarlo. Así dijo, sacrificarlo. Ya de entrada la palabrita no le gustó a papá. Lo hacía sentir verdugo. Creo que por eso, para limpiarse, para sentirse de nuevo hombre de bien y padre, me llamó la tardecita anterior.

—Hijo (la cosa venía seria para que me dijera hijo), ahora ya sos un hombre, vas a cumplir quince años y tenés que conocer más de la vida.

Yo lo primero que pensé es que me iba a llevar a un quilombo. Casi todos los gurises del barrio pasaban por eso en la adolescencia, era un tema recurrente cuando alguno venía haciéndose el Steve McQuenn porque había debutado con la Rosario o la Porteña, las divas del Farolito. Se me hizo un avispero en el estómago.

—Por eso vas a venir conmigo a carnear mañana. El avispero se me hizo un temporal. A la pipeta. Era mucho más de lo que yo esperaba. No pude cenar esa noche, es decir, no pude terminar el segundo plato, que en casa era casi lo mismo. Y se ve que mi madre ya sabía, porque no me dijo nada cuando me levanté de la mesa. Cuando mi hermana me quiso imitar la paró en seco.

—¿Adónde va?

Que mi vieja no te tuteara era grave. No hacía falta más nada, la rebelión se cortó enseguida y la petisa tuvo que tomar un plato extra de sopa.

La noche no terminaba cuando vino papá a despertarme. Desayunamos en silencio y mi viejo, sin preguntarme si quería, me volcó una buena cantidad de café negrísimo en la jarra que yo había limpiado de leche.

—Si sos hombre para una cosa sos hombre para todo.

Me dijo. Se me iluminó la cara, pero debió leérmela muy bien, porque me dijo enseguida:

—Para casi todo. Ni te creas que vas a fumar. No mientras estés en casa.

El viaje era largo, pero no hubo más comentarios al tema. Cuando llegamos a la casa me pareció muy linda, muy cuidada. El jardín me hizo acordar al nuestro, pero tenía demasiados enanos. En el porche nos esperaba el compañero de mi viejo, tomando mate. Si no se paraba a recibirnos, hubiera pensado que era un enano de jardín más. Era un tipo simpático, pero ese día estaba muy nervioso, notoriamente incómodo, le contó a papá que adentro estaban la mamá y la hermana, con las que convivía (era soltero, pero no tan mayor como para que eso fuera motivo de comentarios en la fábrica). A mí no me llamó mucho la atención, pero al viejo pareció no gustarle mucho.

Sacó del bolso un facón largo, con su vaina, se lo cruzó en el cinto, a la espalda y le dijo al tipo que quería ver al animal. Fuimos hasta el fondo y ahí estaba el cordero, ajeno a todo, pastando, atado con una cuerdita al parante del galpón. A mí se me vino a la mente el destino del pobre bicho y se me helaron las tripas, pero al viejo lo noté como resignado, como si lo llevara la
decisión de hacer lo que otros no se animaban pero era necesario. No disfrutaba la situación, era evidente. Supe en ese momento que haría lo posible para evitar al animal todo dolor inútil. No era mentira lo que contaban.

Estábamos en eso cuando de adentro de la casa salió una mujer joven, supuse que la hermana del dueño de casa (no sé por qué lo imagino así, dueño), que nos invitó a entrar. Quedamos azorados, no estaba en los planes. Mi viejo guardó el facón en el bolso y entró, yo lo seguí. No mucho, porque apenas asomó se frenó de golpe y lo peché sin querer. No era para menos, el espectáculo que había en la cocina era estremecedor. Había una especie de altar, con un dibujo muy popular de Cristo con el pecho abierto y un corazón refulgente en el medio. Varias velas encendidas debajo y enfrente al altar improvisado, las dos mujeres enlutadas como para una misa de difunto (creo que lo noté recién ahí, no me había llamado la atención afuera). La madre nos invitó a acompañarlas a orar “por el cordero de Dios”. Mi viejo se volvió sin contestarle y encaró a su compañero que esperaba afuera mirando las hormigas, como un gurí sorprendido en plena artería. Creí que mi viejo explotaba, por las dudas y antes que se diera cuenta me apoderé del bolso. Pero no, se limitó a señalarlo con el dedo, aunque yo prefería mil veces un fusil a ese dedo.

—Más nunca me pidas nada —le soltó y yo pensé que el pobre tipo se largaba a llorar, pero se contuvo.

Volvíamos en silencio, aunque al pasar el ómnibus las paradas mi viejo iba aflojando; casi me pareció que reía cuando me dijo, como buscando una compensación que yo no había solicitado:

—El domingo te llevo al Estadio, Nacional juega un amistoso.

Nos llegó la invitación para pasar Nochebuena en casa de unos tíos, como ya era tradición, pero mis padres rechazaron con mucha diplomacia la oferta, con la excusa de que papá andaba mal del estómago y no queríamos que se tentara a tomar o comer algo que no le hiciera bien. No era del todo excusa, pero nunca había impedido que fuéramos. Aún así, había muy buena relación, por lo que no hicieron falta mayores explicaciones.

Esa Navidad pasamos bien, sólo nosotros, y por primera vez en muchas Nochebuenas cenamos ravioles de verdura, amasados por mamá. Riquísimos.