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miércoles, 28 de diciembre de 2011

no me tires yerba en el teclado: Naufragio (publicado en O Site, Brasil en 1999 y en LSD revista en 2004)

Naufragio (publicado en O Site, Brasil en 1999 y en LSD revista en 2004)

¿Quién habrá traído el término navegar? Con su ruido de olas rompientes y su olor a sal, con su cielo total sobre las cabezas que otean, con su promesa de puerto...

¡Y yo creo que navego! Solamente muevo mi mano derecha, pero el que se desliza es el puntero, con su forma de flechita inclinada, ancha y pacífica sobre la pantalla.

No se expande el cielo sino páginas. Que tampoco son tales, pero de alguna forma hay que llamarlas. Todo, en este mundo que no es, tiene su nombre prestado. Me río cuando intento explicarle esto a quien no conoce el vocabulario privado de los navegantes. Como si los barbados y anchos marinos se detuvieran frente a un terrestre, a describir un tifón. Así solemos comportarnos quienes nos adentramos en los vientos de la Red.

Sucede que a veces perdemos nuestras noches yendo de sitio en sitio, sin movernos de la silla que nos ata. Y en esos viajes irreales caemos en la única realidad que nos golpea: nadie nos acompaña. Entonces la identidad se contamina, y en esos días pensamos qué formato tendrá, digitalizada, la imagen que nos rechaza el espejo. Ya no podemos concebirnos sino en función de la Máquina, ese cachorro de Multivac de los cuentos de Asimov, que tenemos frente a nuestra cara diez horas al día.

No se me ocurre encontrar compañía en un boliche, estar en onda o como se diga. No quiero aprender un código más. Ya tengo el mío (¿el mío?).

Por aquel tiempo alguien me sugiere un club, pero yo no quiero hacer gimnasia, entonces me desasna y me aclara con la palabra mágica: club virtual. Y ya entiendo todo. Ingreso, lleno registros, entro, busco. Encuentro datos interesantes, que me parecen de gente interesante. La diferencia entre datos y gente es cuestión de tiempo, me animo.

Recojo lo que me llama la atención, y lanzo cartas como dados, esperando ver los puntos. Al cabo de un tiempo me contestan desde España; Jazmín dice llamarse.

El juego, juego es. Si no existe esta sentencia, habría que inventarla. Nada más confiable que la lejanía para seducir, nada tan perfecto como las palabras desnudas, sin voces ni figuras que las cubran. Solas las palabras en este encuentro. Virtual es la palabra mágica, ya lo dije.

Durante tres meses viajaron ardientes mensajes atravesando el océano, mostrando lo poco común que resulta el idioma que nos une. Meses en que jugamos a conocer lo que es invisible a los ojos. Nos prometimos cosas imposibles...

Después nada. El buzón de la pantalla vacío. Hasta empecé a revisar el de mi puerta (sí, la puerta real, la de mi edificio) pensando que le di mi dirección, si acaso una carta al viejo estilo -que tenían lo suyo- pero no. Pasaron semanas. Hace unos días estaba leyendo un libro (¡tenía apagada la computadora!) cuando el timbre saltó desesperado. Bajé. Abrí la puerta con cara de cansado y sin afeitarme, pensaba preguntar sobre el apuro contra el timbre, y en eso iba cuando chocó en mis ojos la imagen de una morocha entera, que se arreglaba el pelo como si tuviera un detalle incompleto.

–Buenos días, ¿está Consuelo? -preguntó, con el acento inconfundible de Castilla.

–¿Quién? Perdón, buenos días, ¿a quién dijo que busca, señorita?

–A Consuelo, a Chelo...

Ahí me di cuenta. Claro. Todo se resolvió en un segundo. Los mensajes ambiguos, el silencio de mi buzón... ese apodo mío que suena tan distinto en otros lugares, esta morocha tan presente.

–Dígame, usted, por casualidad, ¿se llama Jazmín?

–Sí -dolía ver cómo se iluminaban sus ojos- Chelo ¿le habló de mí?

–Algo así... por favor, pase. -Y subimos.

Era una de esas raras temporadas en que mi apartamento parecía un apartamento y no un estadio post recital. Por eso tuvo donde sentarse y esperar un café, mirando lomos de libros en los estantes que separaban el living de la cocina. Imagino que trataba de adivinar cuáles eran los de Consuelo.

Cuando llegué con los pocillos todavía no tenía idea de cómo decirle la verdad.

Después del primer sorbo, ella se animó a decir algo.

–Dime...

–Marcelo.

–... Marcelo, ¿tú eres algo de Chelo?

–En cierta forma; digo, no soy su pareja ni nada parecido.

–No -río- si algo sé de ella es que no le tiran los hombres.

–Sí, también le conozco esa faceta.

No podía seguir con esa situación durante mucho tiempo más, pero no sabía cómo salir. Entonces fingí sorprenderme con la hora, comenté que debía salir, la invité a quedarse, que Chelo estaría por regresar en cualquier momento (aún no sé cómo pude decir eso). Accedió.

Salí, le toqué timbre a Raúl, mi vecino. Cuando me saludó diciendo ¿Qué pasa, Chelo? casi lo mato. En cambio le pedí, por favor, después te explico, que me dejara bañarme, afeitarme y me prestara ropa. Creí que me iba a mirar raro con esa cara de dejá-de-tomar-vino-barato, pero no; me hizo pasar palmeándome el hombro y diciendo seguro, macho, no hay problema.

Media hora más tarde regresaba a casa; ahí estaba la española, con el saco sobre la silla y leyendo un libro que seguro era de Consuelo.

–¡Hola, Marcelo! Chelo no ha llegado todavía.

–Este... Jazmín, tengo que decirte algo. Chelo soy yo.

–Vamos... -y se rió. Pero no tanto como antes.

–En serio. Soy yo. Chelo, aquí en Uruguay, es diminutivo de Marcelo, es un diminutivo de hombre.

–No. No estás hablando en serio. -y se paró. Levantando el saco lenta pero firmemente.

–Jazmín, escúchame. Yo te mandé los correos. Te dije mi signo, mis autores favoritos, te conté cómo preparo el café irlandés. Pero jamás te dije que fuera mujer.

–Tampoco que fueras hombre. -Se volvió a sentar. Sostuvo su cabeza con la mano, como si se le fuera a caer.- Yo di eso por descontado, en España cualquiera sabe que Chelo es Consuelo. Conchita en todo caso. Pero aquí no... ¡Y pensar que todo este tiempo estuve escribiéndole a un hombre! ¡Y que ahora quería sorprenderte! De repente empezó a reír otra vez

–¡Con razón nunca me hablaste de tus períodos!

Seguimos hablando durante un rato largo. Al fin y al cabo lo veníamos haciendo durante meses, sólo que ahora nos veíamos las caras. A eso de las ocho, le acompañé hasta la calle. La esperaba un taxi. Me dio el nombre del hotel y me pidió que la fuera a buscar al otro día, para mostrarle la ciudad, así cumplía con una de mis promesas.

Me besó tiernamente en los labios cuando subía al taxi; una vez adentro me dijo: “hubieras sido una Consuelo muy guapa”

Tardé media botella de Johnnie, en lo de Raúl, tratando de explicarle, explicarme, lo que pasaba.

Bajé a caminar, con la intención de aclarar lo que el vaso no pudo, y en la puerta del edificio me encontré con la gallega, tratando de acertar a los botones y visiblemente más borracha que yo. Subimos y la acosté en mi cama. Tenía un cuerpo vibrante, como hecho por encargo, que no quería desprenderse de mis manos cuando la dejé entre las sábanas. Me di la segunda ducha del día. Esta vez helada. Me acosté en el sillón y tardé en dormirme. Unas horas más tarde me despertaba una lengua caliente en mi boca. Supe que sus muslos apretaban mi costado.

Se fue ayer para Madrid. Cumplí con mi promesa de mostrarle Montevideo, pero sólo durante el día, porque las noches fueron otro tour. Hoy encontré anotado en mi libro favorito: ”No he dejado de ser lesbiana. Pasa que tú eres una mujer extraña.”

Escribí estas notas en la vieja Rémington. Raúl disfruta de su nueva computadora.

jueves, 22 de diciembre de 2011

Subversivo (dedicado a Joaquín Doldán)

“Que la vida es una hermosura, hay que vivirla”. Celia Cruz.


Juan transitaba la avenida, como todos los días, como debía ser. De pronto algo pasó, sin que él pudiera determinar el momento exacto, ni asegurar siquiera que no fuera el eco de un evento anterior. Juan fue feliz. Así, de repente, sin explicación ninguna. Y eso era una afrenta en un mundo donde todo debe tener una explicación. Juan fue feliz a su pesar, naturalmente, porque la felicidad estaba proscripta en esa sociedad. Rápidamente supo lo que sucedería a continuación, y no se equivocó. Apenas su sonrisa le cambió la cara, todas las personas que compartían la acera con Juan empezaron a apartarse, a abrirle paso. Pero no había respeto en ese apartarse, sino miedo. Juan se esforzó por disimular su sonrisa en una mueca, típica de la salida del consultorio odontológico. Casi lo logra, pero tuvo hambre y entró en una panadería.

La empleada esperaba detrás del mostrador, con evidente gesto de fastidio por la llegada de un cliente nuevo, como cabía esperar. Apenas Juan entró, y antes que el cliente abriera la boca, le espetó:

¿Qué quiere?

Muy buenos días, señora, ¿cómo está usted?

Era de esperar que no hubiera una buena respuesta: estaba mal visto saludar a las personas.

La empleada sacó una escopeta del estante de más abajo y le gritó:

¡Salga!

Pero...

¡He dicho que salga!

Juan obedeció. Caminó unos pasos más por la avenida cuando supo que su condición se agravaría muchísimo: comenzó a cantar. Lo hacía bien, entonando una canción que no recordaba en un ritmo que no conocía. La gente a su alrededor comenzó a huir espantada, tapándose los oídos con las manos.

A los pocos minutos sucedió lo inevitable: Llegó un auto de policía, alarmado seguramente por algún vecino. Los agentes del orden le gritaron a Juan.

Usted, cállese inmediatamente. Al suelo con las manos sobre la nuca. ¡Y borre esa sonrisa de su cara, imbécil!

Juan se dio vuelta y quiso explicar que no podía parar, que no dominaba su voz, que nunca se había sentido tan bien en su vida. Pero sólo salió de su boca esa canción, inexplicable, ridícula, imposible:

“Ay, no hay que llorar, que la vida es un carnaval, y es más bello vivir cantando”

Los disparos sonaron como truenos en la mañana, restableciendo el orden que peligraba. Juan, el subversivo, se levantó en el aire con las balas y flotó, giró y en una acrobática danza se despidió, como dicen en voz baja que hacían unos hombres que llamaban murguistas.

Cuando ya era un harapo rojo en el suelo, sin dejar de apuntarle se acercaron los policías. El de mayor jerarquía ordenó, compasivo:

Tengan un poco de dignidad, por favor cubran su rostro.

La sonrisa de Juan seguía en su puesto, invicta, gloriosa.

Los policías reportaron el episodio como felizmente concluido. Se equivocaban. Entre los que huían, varios empezaban a sonreír, sin explicación aparente.

miércoles, 21 de diciembre de 2011

hoy (3)

Aquí estamos, cabalgando la
vertiginosa nube.
No hay error más peligroso que
creernos al mando.
Fingirnos dioses, creernos poetas.
No, no hay poiesis, apenas gritos
adornados.
Apenas burros soplando flautas.
Pero tengámonos piedad, que los burros
aprenden
y devienen concertistas.
Todo es cuestión de paciencia
y fe.

Hoy los adioses se suspenden,
los saludos esemesianos quedarán
colgados en su éter.
Hoy no levantaremos copas nostálgicas.
No estamos al mando, pero bajaremos de
la nube por un rato.
Hoy no hay almanaques que apuren.
Hoy daremos alaridos de felicidad,
que hay que celebrar un cumpleaños.
Hoy, sólo hoy, seamos poetas sin
creerlo,
que es la única manera de ser.
Mañana, será otra nube.
Hoy, sólo hoy, festejemos de verdad:
Feliz Navidad.

lunes, 19 de diciembre de 2011

demonios

Hay demonios de moños rojos

saltando la cuerda en mi cabeza

me gritan

que la vida es aburrida

que mejor

me prepare para la fiesta


la fiesta de tus ojos dice hola

mientras yo mando los diablos

a llover café


delicados diablos vestidos con roja elegancia

escriben instrucciones precisas

programan

mis próximos pasos y dicen

que no me altere


me desaltero del alter ego cuando te veo

soy sólo yo y ya no estoy solo

cuando estoy y soy uno contigo

y pateo delicadamente a los diablos

y sus máquinas de programar


hoy ha sido el día

de despedida

de todos los diablos.

miércoles, 14 de diciembre de 2011

Espejo

en el silencio de mi voz

descubro cumbres ajenas

y solitarias llanuras que me forman


ya nada me queda sino la espera

que carga la obra en su costado

ya nada sino yo mismo

mi propia persona como una sombra difusa

arrinconada en mis zapatos

ese ser inaprensible que aprendí tibiamente a ignorar


ese que no conozco y vos tampoco


he vertido mi vida

ese pedazo de tiempo que me cayó sorteado

en las torpes borracheras de la mentira


construí siguiendo los manuales

un laberinto de voluntad prestada

donde pudiera esconderme con eficacia

de los juicios de la sombra


dejé simplemente pasar

mujeres de fino corte

hadas carnales que me han dado

recreos inesperados en mi media humanidad


olvidé la sangre

que bulle con dolor en otros cuerpos

mi propia sangre

que a mi lado agita


ahora que lo veo claramente

sé que me esperan


unas incómodas mariposas pardas

giran su vuelo

reclamando

lo que les pertenece.

jueves, 8 de diciembre de 2011

Truco (en memoria de Asdrúbal Sosa)

I


Todo pasó demasiado rápido. La puerta que se abrió, saltando la cerradura por la patada; los milicos que entraron corriendo y sin dejar de gritar nos rodearon. A nadie le dio por decir ni mu, todos sentados alrededor de la mesa con los brazos en alto como si fuera un asalto. Pero era una redada y el único nabo que abrió la boca fui yo, porque estaba cebando mate y del sobresalto me volqué un chorro de agua caliente en la mano: solté el mate y una puteada que sonó más fuerte que los gritos de los milicos. Y justo al lado mío estaba el más joven y nervioso de todos. El culatazo del FAL suspendió todo, quedó la nada.

Un instante, unas horas después -la muerte debe ser eso, un instante sin orillas- me desperté con la cara ardiendo. El bigote Fernández había estado cacheteándome con ganas, según me dijeron me repetía “despertate, gordo pelotudo” casi con lágrimas. Por supuesto que siempre lo negó.

¿Despertaste, gordo?

No, Bigote, todavía sigo durmiendo. ¿Anotaste la chapa? -La cabeza me aullaba de dolor, pero para adentro. Tenía un chichón tan grande que para tocarlo tenía que extender el brazo.

Sólo a vos se te ocurre gritar “la puta que los parió” cuando entran veinte milicos armados a guerra.

Dije “que lo parió”, en singular -me defendí- no les gritaba a ellos, me quemé la mano y grité por eso.

Andá a enseñarle gramática al pendejo que te partió la cabeza.

Recién ahí me miré la mano, no notaba la quemadura, pero estaba toda ampollada. También me di cuenta de que no estábamos en celdas, parecían barracones, y había mucha gente ahí. Dos milicos con fusiles mirando desde la puerta del barracón hacían guardia firmes pero con evidente aburrimiento en las caras.

Vino otro detenido, que no conocía, no era del sindicato nuestro. Pero al mirar era evidente que había gente de todos lados. Como si nos fueran a coleccionar.

Estamos en el FUSNA. Parece que violamos las medidas -me dijo, como quién dice parece que para el clásico Espárrago no juega.

Parece que nos violamos a la hija del jefe de la armada, a las medidas no creo que las defiendan tanto.

Pacheco quiere dejar un mensaje claro: no va a permitir reuniones.

¡No jodas! ¿En serio?

El tipo ya me estaba pudriendo. Demasiado verso. De pronto soltó, pero raro, como si siguiera un libreto:

¿Yo a vos no te conozco del Partido?

Se me prendió una luz de alarma. Confirmado, mucha conversa para estar en cana.

Sí. Del partido Aguada y Goes, yo era el que te rompió la cara por preguntar mucho, ¿te acordás?

Nos separaron entre ocho. En eso un sargento (después tuve tiempo de saberme las insignias) gritó mi nombre y como si hubiera estado ensayado nos soltamos todos. Los milicos de guardia, que ya habían empezado a apostar chocaron los talones en un solo clap, seco, que limpió las paredes.

Me levantaron dos del piso y me dejé llevar a una oficina cerrada, monacal, amoblada sólo por una mesa y dos sillas. Una la ocupaba un ropero con forma de hombre, con la mayor cantidad de pecas en una cara que vi en mi vida, tantas que ni siquiera tenía sentido contarlas. La otra silla, de espaldas a la puerta, me estaba destinada, según el gesto del ropero pecoso.

Ni bien me senté, el tipo preguntó:

¿Nombre?

Me pareció pelotuda la pregunta, más considerando el arresto y que me llamaran por el apellido.

De todas maneras el sentido común me decía que respondiera bien. Lástima que nunca tuve sentido común.

Fuenteovejuna, señor.

El tipo, contra lo que yo esperaba, sonrió, sacó del bolsillo de la camisa un paquete de Camel y me convidó.

Sosa, ni Lope de Vega lo salva de esta.

Se le notaba el acento yanqui, era grandote, rubio y cortado con media americana; pero lo que terminó de confirmar el cuadro fueron los cigarrillos. Acepté, claro, y cuando prendió el mío y uno para él me inspeccionó con ojos azules y fríos. Sentí un estremecimiento en la nuca.

Abrió una carpeta con papeles escritos en inglés, de la que sacó un legajo con una foto mía. Creo que lo hizo más para demostrarme que parte de mi historia estaba en su poder que para sacar datos.

¿Cuánto hace que está afiliado al PCU, Sosa?

¿Para qué me lo pregunta? Tiene todo anotado ahí.

No todo. No sabemos quién es su contacto en la embajada soviética.

Ningún contacto. No conozco a nadie de la embajada. Sólo voy a levantar la Sputnik y revistas de ajedrez.

Lo peor es que era verdad, iba sólo porque conseguía revistas gratis... y algún libro de Marx, pero nada más.

El yanqui sonrió. No creo que fuera gran jugador de póker, porque tenía todas las cartas y lo demostraba. Yo no juego póker, pero soy bastante bueno en el truco, que es mucho más difícil.

Sosa, usted tiene familia. Una linda familia.

Hijo de mil putas, gringo de mierda. La familia no se toca. Pero no me iba a torcer; toda la furia, todo el dolor se convirtió en mi cara en una sonrisa.

¿Te animás a amenazar a mi familia? ¿Sabés quién soy y te animás a meterte con mi mujer y mi hijo? ¿Cuál te creés que fue mi única condición a los rusos? La familia no se toca. ¿O la tuya sí?

Estaba payando, claro. Tiré una falta envido con veinte, no tenía nada, pero él creía que sí. Por eso, para que saltaran mis cartas sacó el smith and wesson de la sobaquera y me lo calzó arriba de los ojos. Justo al lado del chichón. Amartilló. Casi me cago. No sentí más el dolor del golpe ni la quemadura en la mano.

Entonces reí, con ganas, de verdad, como si me hiciera gracia tener el caño horadando mi frente, prometiendo una bala que se moría de ganas de salir. Como si el yanqui no estuviera pensando que en el peor de los casos era un comunista menos y tendría que llenar algunos papeles más. Como si no estuviera pensando en su familia.

Pero lo que el personal file del gringo no decía era que siempre que me entraba miedo o nerviosismo me daba por reír. En los velorios ni te digo, era el más puteado.

El tipo dudó, la presión del caño se aflojó. Se notaba clarito que él tampoco tenía cartas. Me había subido la apuesta con un par de nueves y se pensó que por lo menos tenía full.

¿Vas a tirar o no? Pensalo.

Falta envido y truco.

Finalmente el gringo sacó el arma de mi cara, la guardó en la sobaquera, me miró un segundo, y mientras seguramente pensaba sonofabich, me dijo:

El contacto en la embajada y te suelto.

No hay negocio. Tarde o temprano me van a soltar. Ahora vos sabés quién soy yo. Ya está. Mientras dejen quieta a mi familia, yo no me meto. ¿No basta?

Veremos.

Hizo una seña a mi espalda y apareció de la nada un milico grandote. Todo el tiempo lo tuve a mi espalda. Menos mal que no me miró las cartas...




II



Dos semanas después estábamos en un hotel. El Hotel Clarín, como decían los milicos de acá, en medio del cuartel de Treinta y Tres. Para lo que podía ser, estábamos de fiesta. Al otro día íbamos a recibir las primeras visitas. Supe que Olga, mi esposa, había dado vuelta cielo y tierra para sacarme. Junto a la mujer del Bigote eran terribles. No lo podía creer cuando me enteré que fueron a la embajada rusa...

Esa tarde había truco de cuatro. El Bigote y yo contra el sargento y el cabo. Lo lindo era, como cada vez que juega una pareja de Montevideo contra otra del interior, que cada pareja no conocía las señas de la pareja rival, entonces se podía jugar a cara limpia y no había que andar disimulando tanto las muecas. Claro que el Bigote a veces exageraba y parecía que se hubiera agarrado parálisis facial.

Mientras barajaba el sargento, que estaba sentado a mi izquierda, me dijo:

Che, gordo, mirá que mañana hay requisa, después de la visita.

Gracias por el dato. ¿Te doy la radio?

Mejor.

El Bigote entornó los ojos. La mano venía para él y apretó las cartas.

Allá por el Olimar venía navegando un piojo, con flor de tajo en el ojo y guitarra pa' cantar.

El sargento no se quedó atrás, pero ni el cabo ni yo cantábamos. Eso sí, yo tenía el perico.

A estos me los mandaron a cantar del Olimar, vinieron a guitarrear: ¡flor de chasco se llevaron!

Toda nuestra, pensé, el Bigote tenía el dos y la perica. Treinta y siete. Había que ver la liga.

Con flor envido.

Contra flor al resto.

Era partido. Yo ni idea de la liga.

Quiero, cuarenta y tres -el Bigote casi se pone a juntar los porotos, tenía el dos, la perica y un seis. Ganábamos seguro.

Cuarenta y cuatro -dijo el sargento y puso arriba de la mesa el cuatro, el cinco y un siete.—No siempre miente un milico cuartelero.



III


Pasé esa noche mal. Soñé que en la fila de los familiares, veía a Olga y al enano, que se soltaba de la madre y corría hacia mí. En mitad del patio mi hijo caía acribillado por la metralla del guardia de la torre, que era el yanqui del FUSNA.

Me desperté con un grito mudo, tardé en reconocerme en la barraca y convencerme de que era sólo una pesadilla.

Al otro día, pese a que sabía que estaba despierto, me costó asumirlo, porque todo era igual a mi sueño. La fila, los familiares, hasta el vestido de mi esposa. Casi me muero cuando veo que Marcelo se separa de su madre y corre hacia mí. Miré enseguida a la torre, pero el guardia fumaba tranquilo, sin levantar su fusil. Marcelo llegó de su carrera y se me tiró en los brazos. Creo que nunca, ni antes ni después, abracé tan fuerte a mi hijo. Volví a agradecer, después de mucho, al Dios de mi infancia.

Eso sí, nunca más jugué al truco.

viernes, 2 de diciembre de 2011

compañeras

Las mujeres de mi barrio no son lindas.
Arrancan a la vida cada día una tajada,
a fuerza de sudor y arrugas nuevas
que cada noche disimularán con cremas.
Las mujeres de mi barrio
se enterraron en sus cimientos
y caminaron sus techos
a golpes de balde y sonrisas.
En mi barrio las mujeres se llamaban compañeras.

Hoy cuesta ver a esas mujeres
sin el casco amarillo
y los guantes talle ocho.
Hoy caminan con sus hijos bien coquetas.
Las mujeres de mi barrio no son lindas,
son hermosas.