Hay un demonio de
moño negro en mis extrañas entrañas.
Habita la perdida
región del alma
que solo visito
cuando me duele.
El hígado, claro.
Amargo como cronista
de policiales,
me jode la
existencia en cada oportunidad.
Ahora por ejemplo me
dice que esto es prosa,
que me deje de joder
con el salto del renglón.
Este demonio no
pronuncia, muerde.
Sólo le salen bien
las palabras “mío” y “yo”,
sospecho que inventó
los lunes y la propiedad privada.
Puede ser gracioso,
es fácil ubicarlo en un otro,
(ese “no yo”)
y burlarme como
catarsis invertida,
desconociéndome.
Pero a veces
envenena mi sangre
y mi lengua con
tonos ocres, acres.
No soy yo, me digo y
me miento. Soy yo.
Soy mi demonio de
moño negro,
y no me causa gracia
verme bailar su danza ridícula.
Combato a mi
demonio, convivo con su sombra.
Apelo a los arcoíris
de la memoria,
para saber que el
otro soy yo mismo,
que puedo esconder
mi demonio en sus infiernos
que puedo salir al
sol y ser prójimo
de mis hermanos.
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