El ermitaño se encierra en sí mismo,
enroscándose sobre su alma
hasta no dejar nada de sí a la vista.
En su entorno crece excéntrico, autónomo,
un muro de espejos sonrientes, metálicos,
que devuelven al visitante
un eco de sus mentiras.
Dentro, el ermitaño es un recuerdo que palpita,
la sombra tenaz de un ser humano.
Casi nada puede derribar la cárcel amable.
Los profesionales ensayan teorías,
invocan madres, citan mitos griegos
o elaboran patrones de conducta
-input output ergo sum-
El muro sonríe imperturbable.
Llega un amigo, invita un mate,
no promete otra cosa,
ni pretende entender.
El ermitaño de pronto extiende un brazo
y una grieta quiebra los espejos.
Atravesando la superficie rota hay una mano abierta.
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