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sábado, 14 de julio de 2018

Pinos

Recuerdo, como si viera una película vieja,
los árboles del barrio Las Dalias.
Me impactaban los pinos. Añosos,
irregulares.  Era un placer morboso
trepar sus ramas resinosas, resbaladizas.
Cuando alguna tormenta fuerte
vencía la resistencia de sus raíces,
nos apurábamos a tomarlo antes que llegaran
los adultos y sus sierras, sus hachas.
Entonces el pino
-o un primo eucalipto-
era barco, edificio, casa;
lo que quisiéramos.
Era nuestro,
por unos días.

Al borde de la carretera,
en campos idénticos a sí mismos,
veo,
adulto casi viejo,
a pinos jóvenes.
Parecen artificiales, uniformados.
Erguidos como un ejército en línea
frente a un coronel inexistente.
Un poco más allá, otra plantación
de eucaliptos se yergue
como otro ejército, rival o aliado,
pero apartado.
Los veo sin admiración, con cierta piedad.
Altos, derechos como un huso,
desnudos y con su copa de hojas
como una boina cónica,
son una parodia de aquellos gigantes
de largas cortezas que mudaban
y hojas perfumadas como té de abuela.

Prefiero a veces
las películas viejas de mis párpados
al progreso privado de bosques falsos
que veo
a la vera
del camino.

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