Le roba horas al
sueño.
Escribe como si
respirara por los dedos.
Teclea y tantea sin
mirar un cigarrillo, una flor, un salvavidas.
Lo que pase más
allá de la última página ya es otra historia.
Vive de escribir,
cobre o no por ello.
Cuida con frenesí
de madre primeriza
la ortografía de
cada línea,
la sintaxis exacta
que su pericia dicta.
Merece el trato,
ni más ni menos,
que se confiere a un
orfebre,
a un músico,
a un artista.
Otros serán nombres
de pluma,
blanco de flashes,
letra de molde en
lomos de best sellers,
corregidos hasta el
cansancio
por esforzados
editores.
El escritor,
el verdadero,
goza el antes,
la soledad inmensa
de la poiesis.
La letra
con sangre sale.
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