A veces leo poetas muertos
y sucede que un verso
me perfora un ojo, como una lanza
arrojada por Héctor,
domador de caballos.
Otras veces leo poetas
que respiran el aire raro
que me sofoca.
Algunos tienen la edad
que tendrían los hijos que no concebí.
Al leerlos un rayo me atraviesa
y se aloja en el hueco
donde, se supone,
habitó un alma.
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