El buen ciudadano
paga sus impuestos,
levanta sus mañanas
con el café,
hojea periódicos,
hace pronósticos
y se lanza a la
calle en un automóvil
que empieza a sentir
demasiado pequeño.
El buen ciudadano
oye en la radio voces
que le dicen qué
pensar, como vestir,
de qué se debe
reír. Esas palabras
pronto son suyas,
las repite, las cree.
El buen ciudadano
justifica su ira,
es sana indignación
ante las ofensas
de los demás. La
ira del otro es violencia
(el otro es otro),
debe ser condenada.
El prójimo es su
colega, su vecino.
El otro no es
prójimo, es algo lejano.
El buen ciudadano
habla a su hijo, le enseña
que debe haber
fronteras en todo mapa.
(En el mapa de la
ciudad las fronteras
deciden la vida, la
verdad, la muerte).
El buen ciudadano
levanta la voz
y repite las
palabras instaladas
en su cabeza por la
prensa. Celebra
entonces las muertes
ajenas. Olvida
que todos somos
mortales. Luego duerme,
en paz. Sabe que él
es un buen ciudadano.
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