La respuesta fácil
es la pasión. También es cierta, pero se queda muy corta. Uno se
hace hincha de un cuadro por afinidad emocional con cosas que te
vinculan: porque es del barrio, porque los padres lo llevaban de
chiquito, porque de ese cuadro era tal tío que te traía camisetas.
De cumplirse todo eso tendría que ser de Nacional, club por el que
siento muchísimo cariño. Pero no.
Soy un hijo de la dictadura, nací seis años antes que se diera el inevitable, doloroso, esperado y traidor golpe de estado del setenta y tres. Eso te marca, por supuesto, de muchísimas formas; en mi caso fue con exilio de toda la familia. Me crié lejos del barrio, no recuerdo si mis viejos llegaron a llevarme alguna vez a la cancha, aunque dicen que sí. Así que lo afectivo con el fútbol criollo no me ligaba a ningún club en particular, pero de chiquito la celeste de Uruguay era una marca de identidad a la que me aferraba como a un salvavidas; ver jugar a la Celeste en el mundial juvenil de Japón, por ejemplo, fue una experiencia de orgullo, de tener algo que era mío ante el bulling (acoso que no tenía nombre) en un país que a veces te hacía sentir extranjero, incluso a los once años.
Cuando retornamos al país empecé a ver fútbol con camisetas locales. Y de nuevo hubo algo afectivo pero extraño que me salvó. Era un desexiliado, era un extraño en mi ciudad, de alguna manera me quería integrar pero necesitaba a la vez diferenciarme. Ser hincha de un cuadro, para muchos intelectuales, es casi renunciar al costado racional que tenemos, es entregarse a la barbarie (si uno sólo tiene noticias de los aspectos morbosos de las hinchadas, esto tiene sentido). Entonces, ¿cómo es que uno puede elegir ser hincha de un club? Creo que en mi caso fue así. Creo, digo, porque no estoy del todo seguro si yo elegí a Wanderers o Wanderers me eligió a mí (la segunda parte de la proposición me da demasiada importancia y admito que suena muy raro, pero esperen).
Uno empieza a mirar fútbol y de a poco se va haciendo una imagen del espíritu de un cuadro. Luchador, elegante, rebelde, ganador, prepotente, masivo. Hay muchas cosas que te dice una camiseta que uno puede ver si mira con atención; y a veces uno las incorpora en esas zonas de difícil acceso pero que te mueven. Wanderers para mí fue la intimidad, la identidad, el coraje, la rebeldía. Era fácil seguir en la tradición de cuadro grande: el cuadro grande no pide nada de uno. Pero ir a ver jugar un cuadro chico me pedía lo que yo necesitaba. Lo que necesito.
Hace muchos años que soy hincha de Wanderers, tantos que todo lo que acabo de escribir lo tengo en un cajón de la memoria. Tuve que revolver mucho para poder poner en palabras mucho de lo escrito más arriba. Y cuando voy a la cancha esas cosas parecen tan obvias que es casi un despropósito decirlas. Me siento bien viendo a Wanderers. Me siento bohemio desde la cuna y sufro como loco y es un lindo sufrimiento. Voy, miro, respeto y ahí es donde tiene sentido cuando decía, ¿se acuerda?, de eso que el bohemio me eligió a mí. Porque el hincha de Wanderers es así. Respeta, alienta, se identifica a muerte con esos colores. No importan los campeonatos, que los tiene y es hermoso ganarlos. Importa la identidad. Importa el respeto a los jugadores -el que le grita algo ofensivo a los jugadores que visten la blanca y negra a rayas no es de Wanderers, no merece llamarse bohemio-, importa sentarse ahí en el Viera y cagarse de frío en pleno invierno a tres metros de la cancha y disfrutar con una moña del Chapa, con un cabezazo del Chifle, con un conejo de la galera del Mago Santos o gritar un gol de campeonato abrazados con el Max13 alambrado de por medio.
Porque los hinchas de Wanderers somos así. Bohemios, alentadores, a veces pesimistas, a veces optimistas hasta el absurdo. Somos parte de ese club tan raro, tan porfiado que nació a contramano del mundo, trotamundos, locos lindos. Tenía razón el gringo: somos unos wanderers.
Soy un hijo de la dictadura, nací seis años antes que se diera el inevitable, doloroso, esperado y traidor golpe de estado del setenta y tres. Eso te marca, por supuesto, de muchísimas formas; en mi caso fue con exilio de toda la familia. Me crié lejos del barrio, no recuerdo si mis viejos llegaron a llevarme alguna vez a la cancha, aunque dicen que sí. Así que lo afectivo con el fútbol criollo no me ligaba a ningún club en particular, pero de chiquito la celeste de Uruguay era una marca de identidad a la que me aferraba como a un salvavidas; ver jugar a la Celeste en el mundial juvenil de Japón, por ejemplo, fue una experiencia de orgullo, de tener algo que era mío ante el bulling (acoso que no tenía nombre) en un país que a veces te hacía sentir extranjero, incluso a los once años.
Cuando retornamos al país empecé a ver fútbol con camisetas locales. Y de nuevo hubo algo afectivo pero extraño que me salvó. Era un desexiliado, era un extraño en mi ciudad, de alguna manera me quería integrar pero necesitaba a la vez diferenciarme. Ser hincha de un cuadro, para muchos intelectuales, es casi renunciar al costado racional que tenemos, es entregarse a la barbarie (si uno sólo tiene noticias de los aspectos morbosos de las hinchadas, esto tiene sentido). Entonces, ¿cómo es que uno puede elegir ser hincha de un club? Creo que en mi caso fue así. Creo, digo, porque no estoy del todo seguro si yo elegí a Wanderers o Wanderers me eligió a mí (la segunda parte de la proposición me da demasiada importancia y admito que suena muy raro, pero esperen).
Uno empieza a mirar fútbol y de a poco se va haciendo una imagen del espíritu de un cuadro. Luchador, elegante, rebelde, ganador, prepotente, masivo. Hay muchas cosas que te dice una camiseta que uno puede ver si mira con atención; y a veces uno las incorpora en esas zonas de difícil acceso pero que te mueven. Wanderers para mí fue la intimidad, la identidad, el coraje, la rebeldía. Era fácil seguir en la tradición de cuadro grande: el cuadro grande no pide nada de uno. Pero ir a ver jugar un cuadro chico me pedía lo que yo necesitaba. Lo que necesito.
Hace muchos años que soy hincha de Wanderers, tantos que todo lo que acabo de escribir lo tengo en un cajón de la memoria. Tuve que revolver mucho para poder poner en palabras mucho de lo escrito más arriba. Y cuando voy a la cancha esas cosas parecen tan obvias que es casi un despropósito decirlas. Me siento bien viendo a Wanderers. Me siento bohemio desde la cuna y sufro como loco y es un lindo sufrimiento. Voy, miro, respeto y ahí es donde tiene sentido cuando decía, ¿se acuerda?, de eso que el bohemio me eligió a mí. Porque el hincha de Wanderers es así. Respeta, alienta, se identifica a muerte con esos colores. No importan los campeonatos, que los tiene y es hermoso ganarlos. Importa la identidad. Importa el respeto a los jugadores -el que le grita algo ofensivo a los jugadores que visten la blanca y negra a rayas no es de Wanderers, no merece llamarse bohemio-, importa sentarse ahí en el Viera y cagarse de frío en pleno invierno a tres metros de la cancha y disfrutar con una moña del Chapa, con un cabezazo del Chifle, con un conejo de la galera del Mago Santos o gritar un gol de campeonato abrazados con el Max13 alambrado de por medio.
Porque los hinchas de Wanderers somos así. Bohemios, alentadores, a veces pesimistas, a veces optimistas hasta el absurdo. Somos parte de ese club tan raro, tan porfiado que nació a contramano del mundo, trotamundos, locos lindos. Tenía razón el gringo: somos unos wanderers.
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