La ciudad transcurre por los costados
del ómnibus;
la gente mira sin mirar por las
ventanillas
imágenes que gritan, lloran, susurran,
blasfeman:
afiches rotos con mensajes ya vencidos,
arte de aerosol asomando entre firmas
desesperadas,
lobunas marcas de territorio -casi
inadvertidas fronteras-,
poesía intrusa, ecos de pregones de
feria.
La gente guarda en sus bolsillos
boletos, monedas, pequeñas miserias,
ilusiones gastadas como zapatos de
cartero,
esperanzas standard, estampitas de San
Cayetano,
olvidos oportunos y palabras de amor
que temen decir por telefonía móvil.
Una muchacha brilla sueños sin
estrenar
en un anillo recién comprado, algo
pálido
pero circular y diáfano.
Un jubilado sonríe
visitado por un recuerdo dulce
que pasará esta tarde.
Cuatro muchachos ayer niños hacen
bromas tontas;
ignoran con sabiduría genética que
llegará otro tiempo,
de rostros serios, jefes, insuficientes
sueldos y amaneceres maldecidos;
pero hoy es juego y gurisas de uniforme
a las que no saben qué decir.
La gente viaja al ritmo cansino
de una vida que no cumple horarios ni
respeta paradas.
Se sabe que el único destino cierto
es el anunciado sobre el parabrisas,
y ni así.
Porfiados, pese a los pronósticos
-bíblicos, nihilistas, meteorológicos-
los pasajeros amanecen y van.
Saben sin saber
que lo que importa es llegar.
1 comentario:
Muy certero, amigo Marcelo.
Abrazos y saludos.
g
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