Merlín
escalaba la montaña con facilidad. Nadie diría que ese hombre tenía
más de cien años, menos cuando los hombres más ancianos tenían
sesenta y ya esperaban la muerte como recompensa esquiva. Pero la
agilidad de Merlín era solo uno de sus atributos y no el más
sorpendente. Lo descubrieron tarde los hombres que quisieron impedir
su ascenso; algunos fueron fulminados como por rayo, otros terminaron
cacareando como gallinas, los más prudentes simplemente huyeron al
galope, con tanta prisa que se dice que algunos embarcaron sin bajar
del caballo, tal su apuro para abandonar las costas de la tierra que
pisara el mago.
Yo
no huí ni fui tan tonto como para combatirlo. Descabalgué y
mientras mi caballo pastaba observé sentado el destino de mis
compañeros. Acudí con curiosidad ante la fama de este mago que
había atravesado Europa para subir esta montaña maldita. Me
intrigaba la razón de tomar semejante riesgo; se decía que la
montaña estaba habitada por el último sobreviviente de los
apóstoles de Cristo, algo descabellado si se tiene en cuenta que ese
apostol tendría unos quinientos años. Acudían muchos peregrinos,
pero ninguno bajaba la montaña. Harto de tanto suicida, el
estrategos ordenó que se disuayera a los peregrinos de tal viaje.
Pero Merlín no era algo común.
Cuando
todos mis compañeros habían dejado el lugar -en forma de humo, al
galope o cacareando con los brazos doblados como si fueran alas-
Merlín me habló, como si leyera en mi cabeza lo que yo todavía no
sabía que pensaba:
—Si
quieres servirme y aprender de mí, deja a tu caballo y sígueme. No
te preocupes por él, nadie lo tocará y estará aquí esperándote a
nuestro descenso.
Así
que le hice caso. También dejé mi armadura, aunque llevé mi
espada. Después de semejante demostración debía confiar en su
palabra.
Ascendimos
con relativa facilidad, aunque el anciano (ya empezaba a desconfiar
de ese término) debía esperarme a mí, un legionario romano joven,
una promesa del ejército bizantino, no mostraba impaciencia. Como si
todo fuera parte de un plan que sólo él conocía, mi presencia allí
no era para el mago menos previsible que el cielo o las piedras.
Acampamos al anochecer, junte algunas ramas secas y Merlín encendió
el fuego con un distraído movimiento de manos. Quise preguntarle qué
hacía allí, tan lejos de su Britania natal, pero no sabía cómo
comenzar.
—¿Puedo
hacerte una pregunta?
—Debes
elegir mejor las palabras, Marco (claro que jamás le dije mi nombre,
que era ese, por supuesto), si me preguntas si puedes hacerme una
pregunta primero es que estás suponiendo que la respuesta es que sí,
y segundo que ya estás usando esa pregunta y te quedarás sin
autorización para otra. Pero haré de cuenta que no te escuché y
espero que reformules tu pregunta con mejores palabras. Además,
debes dar por sentado que nada te impide hacer las preguntas que
quieras, yo por mi parte te responderé lo que yo quiera, si yo
quiero hacerlo.
Demoré
unos segundos en entender su razonamiento. Entonces traté de
simplificar el camino y preguntar directamente lo que quería, sin
vueltas.
—¿Qué
estás haciendo tan lejos de Britannia?
—Escalo
una montaña. Me decepcionas, Marco. Vamos, pregunta lo importante,
no lo que se te viene a la cabeza en primer lugar.
Me
empezaba a fastidiar esa actitud, pero me di cuenta que “aprender
de él” significaba eso. Poner atención a cada una de sus palabras
y sus acciones, así parecieran sin importancia. Traté entonces de
pensar qué era lo importante para él.
—¿Qué
esperas encontrar?
—Respuestas.
Creo que empezaste a entender de qué se trata. Bien. Supongo que
conoces la fama de esta montaña.
—Sí,
se dice que todavía vive en ella Juan, el discípulo amado del
Christos, aunque es una leyenda que no tiene mucho sentido, nadie
vive tanto tiempo. También se dice, por otro lado, que murió en
Patmos.
—Bueno,
si es así vamos a averiguarlo en poco tiempo, ¿no?
Por
un momento no supe qué responder. Observé al viejo mago jugar con
el fuego: movía las manos y de pronto las llamas tomaban formas de
animales; ora un caballo, ora un dragón, ora un cisne. Sonreía
satisfecho como un niño y noté la juventud en sus ojos. Era un niño
anciano en una montaña sin tiempo. Algo de pronto me hizo dudar...
¿y si la montaña...? No, imposible. Pero debía preguntarle.
—Merlín,
¿es posible que la montaña guarde el secreto de la eterna juventud?
Las
formas abandonaron las llamas. El mago me miró sorprendido.
—¡Muy
bien! —Exclamó. Yo ya me iba acostumbrando a la idea de que rara
vez me respondería directamente una pregunta, no al menos de la
forma que yo esperaba. —Sí, hay una relación entre la montaña y
la juventud eterna. Pero no la que imaginas. Se debe a su huesped.
Pero vamos a dormir, no te preocupes ya de estas cosas.
No
me resultó fácil conciliar el sueño. Estaba hablando con una
leyenda viva y al otro día probablemente me enfrentara a una leyenda
aún más extraña. Finalmente me ganó el cansancio.
Merlín
me despertó con su cayado. Era una vieja rama de sauce que juraría
que estaba reverdecida, pero entre tantas cosas extrañanas ya no me
podía asombrar de nada. Desayunamos nueces que Merlín guardaba en
su zurrón y unas aceitunas y algo de queso que yo llevaba en mi
alforja. Cerca del improvisado campamento transcurría un arroyo del
que bebimos y repusimos agua para el camino. El agua era cristalina y
estaba helada, pero nunca me sentí tan vivo como después de haberla
bebido. Tan así, que pude llevarle el paso a Merlín sin dificultad,
por lo que poco tiempo después estábamos casi alcanzando la cima. A
poco de llegar nos encontramos con una cabaña. Nos detuvimos y
quedamos paralizados, como de piedra.
—Bueno,
a lo que vinimos. —Dijo Merlín, y avanzó. Yo permanecí quieto en
mi lugar, por lo que Merlín se dio vuelta y me dijo:
—Vamos,
Marco. ¿No vienes?
—No,
maestro (era la primera vez que lo llamaba así, no sé por qué). Yo
no soy digno. Te espero aquí.
El
mago britano me midió con la mirada. Creo que estaba juzgando que le
decía la verdad, y no era una excusa para ocultar cobardía.
—Bien.
Espera entonces aquí. Tu humildad será recompensada.
Esperé
por horas, pasó la noche y volvió la luz del nuevo día. Yo seguía
de pie, no estaba cansado, no me molestó esperar; sabía que dentro
de esa cabaña había algo que yo no podía entender, que era mucho
más grande que yo, y la conciencia de su cercanía me mantenía
firme y con energía.
Finalmente,
sobre el mediodía, salió Merlín de esa cabaña. Sus ojos sonreían,
pero no dijo una palabra. Comenzamos el descenso sin hablar.
Acampamos en el mismo lugar que al acenso. Recién ahí me animé a
preguntar:
—¿Obtuviste
la respuesta que esperabas?
—No.
Pero la que recibí es mejor de la que esperaba.
No
me aclaró más, tampoco insistí en el tema. Había otras cosas que
despertaban mi curiosidad.
—¿Era
Juan el que habitaba esa cabaña?
—Sí,
era Juan. Un gran hombre que espera el regreso de su mesías.
—Algo
me intriga, maestro, ¿qué pasó con todos los peregrinos? Porque
muchos llegaron a esta montaña y nunca bajaron de ella.
Merlín
rió como nunca había escuchado, se diría que había oído una
buena broma, la que yo no alcanzaba a comprender como tal.
—Disculpa,
¿los peregrinos? Aunque no lo creas, Juan sabía que estabas ahí
afuera y que me ibas a preguntar eso. No fue necesario que le
preguntara. Los peregrinos hicieron lo mismo que tú, pero por otras
razones. Muchos llegaron a la cima, otros quedaron a mitad de camino.
Todos se detuvieron por cobardía, por la mala fama de la montaña o
por miedo a comprobar que fuera verdad lo que creían. Entonces, ¿qué
iban a hacer? De esa manera, todos terminaron huyendo. Pero con tanta
vergüenza que descendieron por la ladera posterior de la montaña.
Pero tú no. Tu te detuviste porque no te consideraste digno de su
presencia. Yo, por otro lado, soy mensajero de otros dioses, vine a
ver a un hombre, no a una entidad sagrada. Por eso, aunque las
respuestas las obtuve yo, tú obtuviste el premio que merecías, el
que nunca reclamaste.
Me
dejó más confuso de lo que ya estaba. Sólo atiné a preguntar:
—¿Qué
premio, maestro?
—La
inmortalidad, la eterna juventud.
Desde
ese día no me separé de Merlín. Descendimos la montaña, donde nos
esperaba mi caballo y otro más que no había visto antes, un hermoso
percherón negro de Britania. Lo acompañe en su regreso a su país.
Lo vi forjar un rey como se forja una espada, templarlo y convertirlo
en leyenda. Vimos el apogeo y la caída de Camelot. Vimos como su
historia se olvidaba, y poco a poco quedaba de ese magnífico reino
sólo material para canciones de los bardos. Nos retiramos a los
bosques, donde Merlín era feliz con sus hadas y elfos. Ellos me
aceptaron también a mí. Finalmente, doscientos cincuenta años
después de nuestro encuentro, mi maestro se despidió de mí y de
este mundo. Tuvo un funeral digno de rey, aunque fui el único humano
(si me cabe todavía tal descripción) presente: miles de hadas,
elfos y gnomos llegaron de toda la isla. Me cupo el honor de encender
la pira, y supe que su alma descansó en Ávalon.
Recorrí
todo el mundo, aprendí de muchos otros maestros y tuve mis
discípulos. Fui pastor, guerrero, mago, rey y maestro. Enseñé
ciencias abiertas y ocultas. Acompañé a grandes hombres en empresas
colosales y revoluciones. Vi morir y matar en nombre de dioses, de
religiones y de ideas. Vi como los hombres dejaron de creer,
perdieron su fe y entregaron su esperanza. Muchas veces agradecí la
bendición de ver y vivir este mundo y muchas otras sentí mi
inmortalidad como una maldición, muchas veces quise morir. Hace poco
me sorprendió (sí, todavía puedo sorprenderme de algunas cosas)
como la raza humana sigue buscando formas de comunicarse. Entonces se
me ocurrió dejar este testimonio en Internet. Es más efectivo que
un mensaje en una botella, o un manuscrito en una biblioteca. Al
menos en este tiempo. Sé que quien lea estas palabras dudará de
ellas, que la versión del mundo que se cuenta no coincidirá con la
que yo recuerdo. Habrá alguien que crea en ellas para ellos es este
relato. Yo volveré a donde empezó mi historia, cierta montaña
junto a aquel que no me atreví a conocer, a esperar juntos la
llegada del mesías. Y a preguntarle lo que mi maestro nunca me dijo:
¿qué respuesta tuvo Merlín?
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